Todos tenemos nuestra historia con los animales. Recuerdos de infancia algún dolor, alguna alegría. La historia la sabe cada uno, ahí la tiene, presente o ausente según convenga. Todas esas historias, por distintas que sean (y con excepción de las raras de extrema supervivencia) pueden agruparse en dos amplias categorías básicas:
Por un lado están las del orgullo, esas historias cuando, de nuestro contacto con los animales, hemos cosechado un agradable sentimiento de superioridad, bien sea al ignorar su condición o bien sea porque logramos demostrar nuestra fuerza o astucia mayor. Por otro lado están las del reconocimiento del dolor del otro y la inutilidad de cualquier acto violento. Y después o antes de esto, una buena muestra de compañerismo o amistad salida de alguna situación particular.
Lo interesante de las dos versiones es que nos son estáticas y es posible que de la versión uno se pase a la dos (como la de Álvaro Múnera, el ex-torero de Medellín que después de casi perder la vida en los cuernos de un toro se hizo activista por sus derechos, o la de Moby, el cantante y su gato Tucker, que con una simple mirada lo convenció sin querer queriendo, que los animales no se comen) o que (cosa que es menos común) de la dos se pase a la uno. Y así, la experiencia en sí misma no determina nada, sino que nos sirve de base para tomar la dirección que queramos.
Es acá donde podemos preguntarnos: ¿Queremos utilizar nuestra vida humana para agrandar nuestro ego o para volvernos más humanos, más solidarios al dolor del otro? A partir de ahí se puede decidir de nuestras experiencias qué y cómo recordar.
Ahora bien, si el ejercicio termina en la bien pensante idea de : “Me gustan mucho los animalitos” o “Amo a los animales” Revise con qué frecuencia se los come. Porque es rara la situación de un mundo donde abundan los que dicen amar a los animales, en la misma proporción en que abundan quienes se los comen. Y en ese orden de ideas sería mejor que los odiara tanto, tanto, que no quisiera ni comérselos.